jueves, 3 de enero de 2013

1. Misticismo

En diciembre de 1919 el filósofo Bertrand Russell, en una carta dirigida a Lady Ottoline, escribió lo siguiente acerca de Wittgenstein: “En su libro había percibido cierto aroma de misticismo, pero me quedé asombrado cuando descubrí que se había convertido en un místico completo. Lee a autores como Kierkegaard y Ángelus Silesius, y considera seriamente la posibilidad de hacerse monje. Todo empezó con Las variedades de la experiencia religiosa, de William James, y fue en aumento (lo que no es de extrañar) durante el invierno que pasó solo en Noruega antes de la guerra, cuando estuvo a punto de volverse loco. Luego, durante la guerra, ocurrió una cosa curiosa. Fue a prestar servicio a la ciudad de Tarnov, en Galitzia, y dio con una librería que, sin embargo, parecía no tener nada más que tarjetas postales. Pero al entrar, halló que sólo había un solo libro: el de Tolstoi sobre los Evangelios. Lo compró sencillamente porque no había otro. Lo leyó y lo volvió a leer, y desde entonces lo llevó siempre consigo, aun bajo el fuego y en todo momento. Pero en general le gusta Tolstoy menos que Dostoievski (especialmente, Los hermanos Karamazov). Ha penetrado profundamente en los modos místicos de pensamiento y sentimiento, pero creo (aunque él no estaría de acuerdo) que lo que más le gusta en el misticismo es su poder de dejar de pensar. No creo que realmente se haga monje; es una idea, no una intención. Su intención es ser maestro. Dio todo su dinero a sus hermanos y hermanas, porque considera que las posesiones terrenales son una carga. Quisiera que le hubieses visto.”
Las anteriores palabras mencionan algunos de los temas que se desarrollarán más adelante, por ahora veamos lo que encontró Wittgenstein en Las variedades de la experiencia religiosa.
El campo de William James era la psicología, no la teología ni la antropología. En su mencionado libro explicaba que para un psicólogo “las tendencias religiosas del hombre deben ser como mínimo tan interesantes como cualquiera de los distintos hechos que forman parte de su estructura mental”.
James, al igual que su padre (quien creía en las visiones de Emanuel Swedenborg), era proclive a las especulaciones no ortodoxas. Se enfrentó al problema de conciliar su interés en la ciencia con su interés en el misticismo y el valor que le otorgaba a la fe religiosa. Específicamente se enfrentó al problema de cómo conciliar la libertad y el determinismo biológico (esto último se refiere a la mente vista como un producto de la evolución biológica).
James estaba interesado en lo que llamaba religión personal, y es que James distinguía entre quienes se comunican con la deidad y quienes solamente siguen una religión. La religión como una doctrina que se sigue poco importaba al psicólogo. ¿Qué era lo que realmente le interesaba estudiar? La religión entendida como “los sentimientos, los actos y las experiencias de hombres particulares en soledad, en la medida en que se ejercitan en mantener una relación con lo que consideran la divinidad (la relación puede ser moral, física o ritual)”. La religión personal, pensaba el psicólogo, es experiencia susceptible de estudio científico, pero no de teología.
Una de las posibles relaciones con la deidad es la llamada revelación, sobre la que escribe: “los líderes religiosos estuvieron sujetos a experiencias psíquicas anormales. Invariablemente fueron presa de una sensibilidad emocional exaltada; frecuentemente también tuvieron una vida interior desacorde y sufrieron de melancolía durante parte de su ministerio. Con frecuencia entraron en éxtasis, oyeron voces, tuvieron visiones o presentaron todo tipo de peculiaridades clasificadas ordinariamente como patológicas. Más aún, fueron todas estas características patológicas de su vida las que contribuyeron a atribuirles autoridad e influencia religiosa”.
Ver o escuchar a los dioses es, para la mayor parte de los colegas de James, una experiencia psicopatológica intrascendente. Sobre estas actitudes apuntó que “el materialismo médico parece, en realidad, el apelativo adecuado para el sistema de pensamiento demasiado ingenuo que ahora consideramos. El materialismo médico acaba con San Pablo cuando define su visión en el camino de Damasco, como una lesión del córtex occipital, y a él como un epiléptico; con Santa Teresa como una histérica y San Francisco de Asís como un degenerado congénito... Por ello, el materialismo médico piensa que la autoridad espiritual de estos personajes resulta eficazmente socavada...”.
Para James poco importaba la constitución neurótica de quienes tienen estas experiencias, lo importante era el valor de los mensajes: “razonabilidad filosófica y ayuda moral son los únicos criterios válidos”. Explica su punto de vista recurriendo a los genios, quienes han sufrido neuropatologías –consideran algunos psicólogos– y no por ello despreciamos sus obras.
Las “verdades” o las creencias no son válidas o despreciables debido a su origen sino en cuanto a su funcionamiento general. Hemos de estar preparados –remata James– para juzgar la vida religiosa exclusivamente por sus resultados.
Y para ser más convincente, o para dejar más clara su opinión, cita al doctor H. M. Maudsley: “¿Qué derecho tenemos para suponer que la naturaleza tiene la obligación de hacer su trabajo a través de mentes perfectas? Podemos suponer que una mente defectuosa es un instrumento más adecuado para un propósito particular, ya que es el trabajo hecho y la calidad del trabajador que lo hace lo que tiene importancia, y no tendría ninguna, desde el punto de vista cósmico, que fuera particularmente imperfecta en otros aspectos de su carácter, aunque fuese, por ejemplo, hipócrita, adúltero, excéntrico o lunático”.
Una vez que deja claro que no rechaza los mensajes místicos por su origen, se pregunta cuál es ese origen, es decir, cuál es la génesis del “sentimiento religioso”. Dice James: “Alguien lo relaciona con el sentimiento de dependencia, otros lo convierten en derivado del miedo, otros lo enlazan con la vida sexual, otros lo identifican con el sentimiento de infinitud, y así sucesivamente”. Para James, la religión personal “tiene la raíz y el centro en los estados de conciencia místicos”.
Pero, ¿qué es un estado místico? Para James son cuatro las características que tiene un “estado místico”:
1. Inefabilidad. Se refiere a lo difícil o imposible de hablar de ella. “El sujeto del mismo afirma inmediatamente que desafía la expresión, que no puede darse en palabras ninguna información adecuada que explique su contenido. De esto se sigue que su cualidad ha de experimentarse directamente, que no puede comunicarse ni transferirse a los demás... El místico considera que la mayoría de nosotros damos un tratamiento asimismo incorrecto a sus experiencias”.
2. Cualidad de conocimiento. “Son estados de penetración en la verdad insondables para el intelecto discursivo. Son iluminaciones, revelaciones repletas de sentido e importancia, todas inarticuladas pero que permanecen y como norma general comportan una curiosa sensación de autoridad duradera”.
3. Transitoriedad. “No pueden mantenerse durante mucho tiempo”. James habla de unos minutos, no más de 120.
4. Pasividad. James dice que puede llegarse a esos estados mediante ejercicios de concentración, pero una vez alcanzado cierto punto, la voluntad del místico se somete “como si un poder superior lo arrastrase y dominase”.
Después de enumerar estas características, habla sobre las diferentes sustancias que pueden producir estados similares (como el alcohol y el óxido nitroso). Acerca del alcohol menciona que su influencia “sobre la humanidad se debe, sin duda, a su poder de estimular las facultades místicas de la naturaleza humana, normalmente aplastada por los fríos hechos y la crítica seca de las horas sobrias. La sobriedad disminuye, discrimina y dice no; la borrachera expansiona, integra y dice sí. Es de hecho la gran estimuladora de la función del SÍ en el hombre”.
James no era sólo un teórico. También experimentó estados místicos gracias al uso de sustancias.  
¿Qué sucede durante un estado místico (ya sea espontáneo o provocado gracias a la meditación o a alguna sustancia)? La respuesta de William James es que “nuestra conciencia despierta, normal, la que llamamos racional, sólo es un tipo particular de conciencia, mientras que por encima de ella, separada por una pantalla transparente, existen formas potenciales de conciencia completamente diferentes. Podemos pasar por la vida sin sospechar de su existencia, pero si aplicamos el estímulo requerido, con un simple toque, aparecen en toda su plenitud tipos de mentalidad determinados que probablemente tienen en algún lugar su campo de aplicación y de adaptación. Ninguna explicación del universo en su totalidad puede ser definitiva si descuida otras formas de conciencia”.
Pero ¿es verdad esto? ¿Es verdad que una experiencia mística expande la conciencia? ¿Es cierto que podemos activar otras formas de conciencia mediante el uso de ciertas sustancias? Contestar estas preguntas o especular sobre esto no es el objetivo de este trabajo.
Los mismos místicos tratan de diferenciar su experiencia de un estado alucinatorio. Santa Teresa escribe que “una genuina visión celestial produce un conjunto de inefable riqueza espiritual y una renovación admirable de la fuerza corporal. He alegado estas razones a aquellos que frecuentemente han acusado mis visiones de ser el trabajo del enemigo del hombre y la diversión de mi imaginación...”.
Para James estas experiencias provienen de Dios. Pero hacernos preguntas acerca de Él no tiene importancia, “es irrelevante”. “No es a Dios a quien encontramos en el análisis último del fin de la religión, sino la vida, mayor cantidad de vida, una vida más larga, más rica, más satisfactoria. El amor a la vida, en cualquiera y en cada uno de sus niveles de desarrollo, es el impulso religioso”. James propone que hay “otros mundos” y que podemos percibirlos mediante “la continuación subconsciente de nuestra vida consciente”.
Sobre el dios de los místicos dice: “El objeto del culto trascendentalista no es una deidad in concreto, ni siquiera una persona sobrehumana, sino la divinidad inmanente de las cosas, la estructura esencialmente espiritual del universo”. Más adelante afirma: “debemos interpretar el término divinidad en muy amplio sentido, denotando cualquier objeto que posea cualidades divinas, se trate de una deidad concreta o no (…) La divinidad, para nosotros, significará aquella realidad primaria a la que el individuo se siente impulsado a responder solemne y gravemente, y no con un juramento o una broma”.
William James era un psicólogo superficial, pero un buen filósofo. Tal era la opinión de Wittgenstein. Leyó con interés el libro de James por dos razones:  porque se sentía atraído por las experiencias místicas y porque en éste encontró alivio a ciertas sensaciones o emociones.
¿Por qué se interesó en leer acerca del misticismo? Porque él mismo tuvo este tipo de experiencias. 
“Los que firman con una cruz” es una obra de teatro a la que asistió Wittgenstein a los 21 años. El escritor Ludwig Anzengruber deseaba educar a las masas mediante sus obras, y muchas de ellas criticaban a la Iglesia. El protagonista de “Los que firman con una cruz” es un personaje llamado “Juan el picapedrero”, un filósofo, un hereje. Éste es abandonado por sus vecinos durante una enfermedad y entonces recibe una revelación: “Tú formas parte del todo, y el todo forma parte de ti. ¡No puede ocurrirte nada!”. Wittgenstein participó de esta revelación, y sería incorrecto pensar que se trató de una experiencia poco importante: “Ella me empujó a chocar con los límites del lenguaje, de igual modo que ha llevado a chocar con ellos, según creo, a todas aquellas personas que alguna vez han intentado hablar o escribir sobre ética o religión. Este chocar con los límites de nuestra jaula es una empresa que no tiene ningún porvenir”.
Se trata de una experiencia mística. James había explicado que en este tipo de experiencias “el sujeto del mismo afirma inmediatamente que desafía la expresión, que no puede darse en palabras ninguna información adecuada que explique su contenido. De esto se sigue que su cualidad ha de experimentarse directamente, que no puede comunicarse ni transferirse a los demás”, y es esto precisamente lo que dice Wittgenstein de su vivencia.
Sobre la trascendencia de esta revelación, Wilhelm Baum, en su introducción a los “Diarios Secretos” escribe: “El joven estudiante superó gracias a esta vivencia la crisis que lo había llevado al borde del suicidio. Lo hizo madurar y adoptar una actitud tal, que los millones de su padre le resultaban indiferentes. A partir de ese momento apenas le interesarían las cosas del mundo; había nacido el filósofo”.
Vimos al inicio de este apartado que Russell se percató del misticismo en Wittgenstein: “En la época anterior a 1914 se ocupaba casi exclusivamente de la lógica. Durante la Primera Guerra, o quizá inmediatamente antes, cambió su perspectiva y se convirtió más o menos en un místico como puede apreciarse aquí y allí en el ‘Tractatus...’”
¿Y a qué tipo de alivio nos referíamos líneas atrás?
Vicente SanfélixVidarte apunta que en Las variedades pueden encontrarse muchos testimonios con los que James trata de ilustrar y respaldar sus tesis. Sanfélix aventura que Wittgenstein encontró un gran alivio en todos esos testimonios, pues reconoció su caso en el de otros.  
Wittgenstein, sobre Las variedades, le escribió a Bertrand Russell (22 de junio de 1912): “Este libro me hace muchísimo bien. No quiero decir que pronto seré un santo, pero no estoy seguro de que no me mejore un poco en un aspecto en el que quisiera mejorar mucho: a saber, creo que me ayuda a liberarme de la Sorge (en el sentido en que usó Goethe la palabra en la 2ª parte de Fausto).”.
Al respecto Sanfélix explica:
En efecto, en el acto V de la II parte del Fausto, con la muerte ya en el horizonte, comparecen sus cuatro encanecidas hermanas Escasez, Culpa, Necesidad e Inquietud (Sorge). De las cuatro, sólo esta última consigue colarse en la morada del rico Fausto, quien, según su propia confesión, hasta ese momento sólo se ha dedicado a correr por el mundo “agarrando el placer por los cabellos”, dejando “estar lo que no me satisfizo”, no haciendo otra cosa “más que anhelar y realizar, y otra vez desear”, y teniendo por loco a “quien mira allá, parpadeante, e inventa algo como él sobre las nubes”, desprecia la eternidad y se limita a seguir “el día terrenal”. Pues bien, he aquí el discurso que Sorge le dirige:

A quien poseo yo por una vez
no le sirve de nada el mundo entero;
a cubrirle desciende eterna sombra,
pero el sol no se pone ante sus ojos,
en su mente, perfecta exteriormente
habitan las tinieblas interiores,
y no sabe tomar la propiedad
de todos los tesoros de la tierra.
La dicha y la desdicha le enloquecen;
se muere de hambre en medio del exceso,
y lo mismo delicia que tormento,
para el día siguiente va aplazándolo;
sólo tiene presente el porvenir
y así jamás consigue terminar.

Es comprensible que el joven y rico Wittgenstein, dedicado él también a “agarrar el placer por los cabellos”, reiteradamente tentado por la idea del suicidio, obsesionado por la inmanencia de la muerte y asaltado por la idea de que su vida podría carecer de valor –al fin y al cabo, a la altura de 1912 Wittgenstein sólo era un ingeniero frustrado y una especie de filósofo amateur- pudiera identificarse con el héroe de Goethe y sentirse, como Fausto, interpelado por una Sorge que el libro de James le ayudaba a aliviar proponiéndole un ideal que, aunque inalcanzable, le permitía mejorar: la santidad.

James distingue entre dos mentalidades: la sana y la enferma. ¿Qué las distingue?
La mente sana sería aquella que “presenta una incapacidad constitucional para el sufrimiento prolongado”, una mente sana tiende al optimismo, la religión que resulta de este tipo de mentalidad busca el bien, el bien –incluso en esta vida- es lo que todo ser racional debe intentar alcanzar.
Por otro lado, el alma enferma tiene presente la seguridad de la muerte y la posibilidad de enfrentarse a la enfermedad y a la pérdida de los bienes.
James da ejemplos de mentalidad o alma enferma, uno de ellos es el caso de Tolstoi –sobre el que volveremos más adelante-.
Sanfélix agrega: “para James, en la genialidad se dan la mano inteligencia y psicopatía, y las experiencias religiosas más geniales, las más valiosas, exigen una mentalidad mórbida, anhedonista, un pesimismo general y exacerbado, patológico; en suma: una melancolía que puede ejemplificarse en la sensación de pérdida del sentido del mundo, de autodesprecio, o de terror a volverse loco.”
Sánfelix cree que en Wittgenstein pueden encontrarse todos y cada uno de los síntomas de la melancolía descrita por James. El filósofo experimentó el terror a la locura y la angustia del pecado, de igual forma, sintió que el mundo carecía de todo valor.
Wittgenstein se preguntaba acerca de su genialidad y del valor de su trabajo, de ahí que Sanfélix considere que la melancolía del filósofo se relacionara con la vanidad.
Wittgenstein, debido a su vanidad, se sentía miserable a los ojos de Dios. Se trataba de una experiencia de elevado sufrimiento espiritual. La religión le ofrecía la oportunidad de destruir esa vanidad.
Por otro lado, el pesimismo del alma enferma no tiene su origen en la observación del mundo (de la realidad) sino de una entrega a la melancolía patológica. Y esta entrega, para ser religiosa, debe dejar un lugar para la esperanza de un renacimiento.
Esa esperanza la encontró Wittgenstein en la vivencia que tuvo durante la representación de la obra Los que firman con una cruz, y que vimos líneas atrás. En el libro de James confirmó ese sentimiento esperanzador, encontró un ideal: la santidad. Y este ideal se vio reforzado por otra experiencia: su participación como soldado en la Primera Guerra Mundial.   

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